Filosofía en viñetas, de Michael F. Patton y Kevin Cannon
¿Puede un presocrático en una canoa enseñarte algunas de las claves más importantes de la filosofía? Por supuesto. La mejor filosofía está llena de valiosas analogías y metáforas, muchas de ellas con un enorme componente visual, que nos ayudan a pensar sobre las cosas de maneras nuevas y diferentes: carros desbocados, sombras en las paredes de una cuevas, ríos que fluyen, cerebros en cubas o trenes que están a punto de atropellar a varias personas. Este uso de imágenes e ilustraciones en ejemplos explica por qué los cómics casan también con algunos planteamientos filosóficos, como vemos en Peanuts de Charles Schulz o en Mafalda de Quino ‒dos ejemplos, además, asociados al supuestamente inocente mundo infantil‒.
Lo verdaderamente original del libro del filósofo Michael F. Patton y del dibujante Kevin Cannon, Filosofía en viñetas, es que la disciplina deja de ser un añadido a la trama para convertirse en la verdadera protagonista. No se trata solo de un cómic con tema filosófico, es un cómic que se centra en la filosofía. A lo largo de sus páginas acompañaremos a Heráclito por el largo y sinuoso río de la filosofía, explicando movimientos, teorías, avances y ética con la ayuda de unas pocas estrellas invitadas especiales, las luminarias de este ámbito. ¿Por qué Heráclito y por qué un río como hilo conductor? Como el filósofo explica en la introducción: «Hace 25 siglos, cuando dije que no es posible meterse dos veces en el mismo río… me refería al hecho de que todo lo que nos rodea fluye y el cambio es la única constante. Es cierto también en el campo de la filosofía, que, quizá más que ningún otro, cambia constantemente por su propio progreso y su autocrítica». ¿Qué mejor filósofo que el presocrático y que mejor metáfora que su río para simbolizar el constante cambio de planteamientos que encontramos a lo largo de la historia de la filosofía?
Uno esperaría encontrar en una obra de estas características, con inclinaciones introductorias y divulgativas, el típico orden cronológico; sin embargo, el viaje se organiza por temas, distribuidos en cuatro ámbitos filosóficos: lógica, epistemología, metafísica y axiología. Los temas son: la lógica, la percepción, la mente, el libre albedrío, Dios y la ética. En total aparecen 23 pensadores de todas las épocas y escuelas, bastante mezclados, no de forma necesariamente lineal: en el capítulo de la lógica junto a Aristóteles encontraremos a John Stuart Mill; en la mente veremos a Descartes pero también al matemático británico Alan Turing y su famoso «Test de Turing» o incluso al filósofo australiano contemporáneo David John Chalmers ‒y su versión zombi‒; en el capítulo sobre Dios, nos encontramos con pensadores clásicos como Tomás de Aquino o Immanuel Kant, pero también con Charles Darwin, que planteará, cómo no, si la evolución y la selección natural son posibles sin la guía de un creador.
Como añadido extra, cada filósofo viene acompañado, en su primera aparición, de un vistoso retrato, así como de una cita, un resumen bastante reconcentrado de su trabajo y de sus ideas. Además, contamos con la ayuda de un glosario final, que aclara algunos de los conceptos más importantes de la filosofía, desde «Absolutismo» hasta «Validez».
Lo único que se le podría criticar al libro es que aunque la explicación que hace Patton de los conceptos es clara y concisa, a veces la síntesis obliga a ventilar nociones tremendamente complejas en unas pocas viñetas. Que nadie se engañe por la aparente estética naif del dibujo: es necesario controlar una base mínima en materia filosófica para comprenderlo todo. Eso hace que quizá no sea la mejor herramienta para un primer contacto con la filosofía. Ahora bien, su combinación con los dibujos de Cannon hacen del libro una divertida y a ratos desternillante historia breve de la filosofía. Veremos a los filósofos en un contexto muy distinto al que estamos aconstumbrados a asociarlos, muy desmitificador y antiacadémico, con excelentes gags visuales, un fantástico diseño de los personajes y mucha acción de la de capa y espada. El ritmo hace que el libro se devore, con los reposos necesarios para ir asimilando conceptos.
De un tiempo a esta parte los cómics se ha revelado como un instrumento perfecto para hacer accesibles temas muy complejos a través del humor. Lo hemos visto con el trabajo del divulgador Larry Gonick, cuya historia del universo sigue siendo una referencia en este formato. Filosofía en viñetas, de hecho, forma parte de una serie llamada «The Cartoon Introduction to» que aborda temas tan serios y tan complejos como la economía, la estadística, la psicología o el cambio climático. Por desgracia, la mayor parte de estos libros son bastante desconocidos y están todavía por traducir y editar en español, así que el hecho de que aparezcan libros como Filosofía en viñetas son algo para celebrar.
Cerbantes en la casa de Éboli, de Álvaro Espina
Después de medio año de resaca cervantina, si es que alguna vez llegamos a embriagarnos, es posible afirmar que el centenario de nuestro autor más icónico no tuvo la proyección que se esperaba, o al menos no a la altura de la celebración de Shakespeare. No es que no haya habido un programa sólido y variado, a nivel nacional, autonómico o institucional –caso de la RAE o del Instituto Cervantes–, es que arrancó algo tarde, con una cierta improvisación y, una vez puesto en marcha, fue disperso y poco original desde un punto de vista organizativo. Eso no quiere decir que no se hayan producido aportaciones fundamentales, como las biografías de Jordi Gracia, Miguel de Cervantes. La conquista de la ironía y La figura en el tapiz, de Jorge García López, o la publicación del Quijote supervisada por Francisco Rico e impulsada por la RAE. Lo que ocurre es que los mayores logros finalmente han acabado teniendo muy escasa difusión, reducidos casi al ámbito académico.
Durante el 2016 –y en los meses previos– se han publicado libros sobre Cervantes, pero tampoco tantos como se esperaba. Hay partes de la vida del autor del Quijote que todavía siguen siendo bastante desconocidas, como su juventud, sobre todo antes de su viaje a Italia en 1569. Y no es que no hayan aparecido libros que no intenten arrojar algo de luz a esta etapa, como La juventud de Cervantes. Una vida en construcción, de José Manuel Lucía Mejías, por poner un ejemplo. Sin embargo, biografías aparte, se echaban en falta más novelas de ficción, al estilo de La sombra de otro de Luis García Jambrina, porque aunque sean menos rigurosas desde un punto de vista histórico, las novelas son la forma más efectiva de acercar la figura de un personaje histórico al gran público.
En ese sentido, y aunque estemos ya fuera de plazo de conmemoraciones, como si solo se pudieran festejar escritores de siglo en siglo, que apareciera una nueva novela sobre la juventud del manco de Lepanto era algo para celebrar. Me refiero a Cerbantes en la casa de Éboli de Álvaro Espina, publicado por Suma. El punto de partida tiene todos los ingredientes para una historia cervantina ortodoxa: todo lo que relata el libro procede de un texto de autoría dudosa, que aparenta haber sido dictado o escrito por el propio Cervantes, descubierto en un cartapacio dentro de una hornacina que apareció tras el terremoto de Orán el 6 de junio de 2008; aunque el propio editor es incapaz de certificar su autenticidad, por lo que podría tratarse de un apócrifo en la línea del Quijote de Avellaneda. El mismo juego del manuscrito encontrado que utiliza Cervantes con Cide Hamete Benengeli y que le sirve para poner en duda e ironizar con el concepto de autor.
La novela se centra en un período de tres años de la vida de Cervantes, de 1566 a 1569, momento en el que Álvaro Espina aprovecha algunas lagunas sobre la relación del entonces joven escritor, que en esas fechas estaría ya liado con La Galatea, con la casa Éboli. Espina coquetea con la idea de que Cervantes, instalado en la calle Atocha, entrara como secretario en la casa Éboli, además de como preceptor de la hija del matrimonio, Ana de Silva, mientras se forma en el estudio de López de Hoyos. En ese apasionante y vertiginoso Madrid de los Austrias la trama nos sumerge en un relato de intrigas palaciegas, casi policíacas. Y de paso se hace un repaso, desde la ficción, a la juventud del escritor, a sus amores y desengaños, a sus inquietudes y sus primeros pinitos con la literatura.
Dicho así, parece que la novela tiene todas las papeletas para entusiasmar a cervantinos. Y, sin embargo, he sido incapaz de terminarla. Pongo en antecedentes. Álvaro Espina, doctor en Ciencias Políticas y Sociología, administrador civil del Estado y consejero de Política Económica, tiene publicados decenas de artículos, ensayos y libros, pero Cerbantes en la casa de Éboli es su primera novela. La idea original, hace 45 años, era escribir una tesis doctoral pero Espina no lo hizo en su momento y convirtió todos los materiales que tenía en una obra de madurez. Eso da cuenta del minucioso trabajo de documentación histórica que hay detrás. Esto, sumado a su escasa preparación como novelista, hace que el libro sea una especie de híbrido extraño, a medio camino entre la ficción y el ensayo histórico, en un conjunto heterogéneo de variantes narrativas que pasan del narrador en tercera persona al narrador en primera, a modo de diario intercalado, e incluye además de un prólogo donde se nos relata toda la historia del manuscrito hallado y un aparato de notas adicionales que se reproducen al final del texto. El problema es que todo esa estrategia cervantina encaminada a darle una mayor veracidad al texto como descubrimiento casual antes de hacer el libro más atractivo, o siquiera contextualizar la historia, son un embrollo del que el lector sale tan confuso y aturdido que pasa por ellas de puntillas. No era necesario escribir treinta páginas dándole vueltas a la posible autoría del manuscrito o elaborando una historia sobre su génesis, como tampoco lo era añadir más de cuatrocientas cincuenta notas en noventa páginas al final de la novela. El lector, que entiende el juego literario, no necesita tanto para aceptar el pacto ficcional. José C. Valés, por poner un ejemplo, utiliza esta misma técnica en Cabaret Biarritz, de forma mucho más concisa y eficaz, construyendo una novela polifónica muy poco al uso.
Ese es el problema de este libro. Cualquier novelista de histórica sabe que aunque el trabajo de documentación suele ser una fase tediosa que da como resultado una cantidad de información monumental, pero que solo una pequeñísima parte de esa información pasa finalmente a la novela. Porque los lectores que se acercan al género histórico lo hacen sabiendo que es ficción y buscando ficción, no puramente información, en cuyo caso leerían libros de historia. El escritor, en este caso, tiene la difícil tarea de buscar el equilibrio, de no ser anacrónico o incorrecto con la historia y de no abrumar al lector con datos que serían más apropiados para un ensayo académico. Entiendo que Álvaro Espina tuviera toda esa información, y que dejarse parte de ella en el tintero resultara doloroso, pero haberla expuesto toda, absolutamente toda, en un libro de novecientas páginas –recordemos que hay cuarenta páginas de prefacio y otras noventa de notas– hacen que la lectura sea un camino tortuoso, difícil de transitar. Porque hay tres tipos de libros de novecientas páginas: los que se leen casi como si no llegaran a las cien, los que se sufren enormemente pero uno se alegra de haberlos leído cuando termina la última página, y los que son una absoluta pérdida de tiempo no porque sean malos sino porque te quitan tiempo de leer otros libros.
Personalmente considero que la novela de Álvaro Espina está en este último grupo. Y si al principio lamentaba que no se hubieran publicado la suficiente cantidad de libros para celebrar y acercar la figura de Cervantes a todos los lectores, Cerbantes en la casa de Éboli no lo hace –por cierto, aunque admitamos que Cervantes hubiera firmado como «Cerbantes», no tiene coherencia que nunca más se le vuelva a mencionar como Cerbantes y el resto de la novela sea ya Cervantes–. Si yo, que me considero un profundo amante de Cervantes y de su obra –sirvan como prueba los artículos que he escrito sobre él–, me he sentido sobrepasado por este libro, entiendo que no está escrito para el común de los mortales. Ni siquiera la recomiendo para cervantinos incurables.
Platón para soñadores, de Allan Percy
Alguna vez lo he dicho y ahora vuelvo a repetirlo: la única filosofía posible es la aplicada. En La filosofía y el espejo de la naturaleza, publicada en 1979, Richard Rorthy cuestiona la filosofía basada en la metafísica por estar demasiado alejada de la realidad, como ocurre con el metadiscurso foucaultiano del posmodernismo, y aboga por una filosofía más terapéutica y edificante. En esa misma línea, desde la década de los ochenta, se han creado consultorías filosóficas para demostrar que esta sirve, y mucho, dentro de la vida cotidiana de las personas. Uno de los mayores divulgadores de este movimiento es precisamente Lou Marinoff, que con su libro Más Platón y menos Prozac demostró que es posible recurrir a los más importantes filósofos de la historia para tratar las grandes cuestiones de la vida, como el amor, la muerte o los cambios.
Ahora bien, aunque las fronteras son a veces bastante difusas, entre esa filosofía aplicada y la literatura de autoayuda hay un salto cualitativo. Para empezar, es necesario que el profesional que la utiliza tenga una formación filosófica sólida. Desde el libro de Marinoff ha venido ocurriendo algo que cada vez es más frecuente: expertos en coaching han venido recurriendo a los grandes filósofos de la historia para legitimar sus consejos con su autoridad. No es difícil reconocerlos: hacen un uso de la filosofía bastante superficial, más como pretexto que como parte sustancial del aprendizaje. Es esto lo que ocurre con Platón para soñadores, escrito por Allan Percy, experto en coaching, escritor de manuales de superación personal y asesor de editoriales en temas de autoayuda.
En Platón para soñadores Percy repite una fórmula que ya ha quemado a fuerza de repetirla en libros anteriores: recopila entre medio y un centenar de citas de un autor ‒poco importa si es filósofo, escritor o incluso científico‒ y a colación de cada una de ellas desarrolla una píldora de autoayuda de una o dos páginas. El subtítulo del libro es bastante descriptivo: «Cápsulas de filosofía cotidiana para hacer realidad tus mejores ideas». Con este formato ha escrito Nietzsche para estresados, El coaching de Oscar Wilde, Kafka para agobiados y Einstein para despistados, Shakespeare para enamorados y, por último, Platón para soñadores, demostrando que ni siquiera eligiendo los títulos son originales los libros.
Lo que Percy hace con Platón no tiene nombre. No es que se haya hecho un planteamiento superficial del filósofo, es que se ha reducido toda su rica y compleja doctrina a un puñado de frases que tienen una cierta autonomía pero que están totalmente descontextualizadas ‒ni siquiera se indica de dónde se han sacado‒. Y muchas de las citas ni siquiera están bien elegidas. Poco importa porque en realidad son un pretexto para que el autor exponga sus ideas de crecimiento personal. El vínculo entre la cita y la tesis que desarrolla Percy es en ocasiones tan débil que hay que hacer un esfuerzo de imaginación para establecerlo. Aunque a veces se van metiendo algunas pinceladas de filosofía platónica en el desarrollo ‒con calzador, también hay que decirlo‒, se nota en general que detrás hay una lectura bastante superficial del filósofo griego.
Aunque este libro se aleja bastante de las lecturas que suelo hacer, quise darle una oportunidad porque leí Kafka para agobiados y aunque es verdad que no me apasionó sí que pude sacar unas cuentas de buenas ideas de ese libro. Sin embargo, la sensación que se tiene al leer Platón para soñadores es que es más de lo mismo. No es ya una cuestión de que el tipo de ideas que Percy desarrolla sean útiles o no, es que da la sensación de que ha escrito el mismo libro y simplemente ha cambiado el nombre del autor de las citas. Incluso dentro del mismo libro, muchas de las cápsulas de autoayuda resultan bastante reiterativas.
Por eso, si pica la curiosidad, recomiendo leer Kafka para agobiados y dejar la lectura de Allan Percy ahí. Al final de Platón para soñadores se cita ‒cómo no‒ al filósofo alemán Alfred N. Whitehead, que escribió que «toda la historia de la filosofía consiste en notas a pie de página de los diálogos platónicos». Estoy completamente de acuerdo con Whitehead, pero no creo que estuviera pensando en el libro de Percy.